EN EL VALLE DE ELAH
Cuéntale un cuento a un niño, a la inocencia despierta de un niño, un cuento hermoso, para que venza al miedo, y sueñe con los angelitos, y pueda conciliar el sueño. Cuéntale un hermoso cuento. Ese, por ejemplo, que sucede en el valle de Elah, un cuento muy antiguo, que transcurre en un lugar perdido entre el polvo indolente de todos los desiertos, entre otros lugares perdidos; un cuento para poder mirar al monstruo, cara a cara, y salir victorioso. O, al menos, para salir con vida de ese infierno, para aguantar la vida. Aunque, a pesar del esfuerzo, queden en el rostro las marcas imborrables del dolor verdadero y del verdadero sufrimiento. Aunque sólo sirva, mientras vivas, para lograr que el niño entrecierre algo menos esa puerta abierta. Y que la luz que penetre en la habitación a oscuras, en manos de la noche, en esa habitación que es la habitación de la comunidad y la habitación de la inocencia, desde el exterior inmenso donde los hombres y las bestias se confunden, esa luz que ahuyenta los miedos infantiles, sea limpia y sea pura; sea justa. Eso es, al menos, lo que intenta Hank Deerfield (Tommy Lee Jones), militar retirado y ex combatiente del Vietnam, en una escena de la última película, En el valle de Elah, del director canadiense Paul Haggis (Crash, Million Dollar Baby, etc). En el cuento, como todos sabemos, Goliat, un guerrero de casi tres metros, con un casco de bronce, y revestido con una imponente armadura, al frente de los filisteos, es derrotado por el pequeño David, un niño apenas, que se dispuso a enfrentarse con el monstruo valiéndose tan sólo de una pequeña honda y pertrechado únicamente con cinco pequeñas piedras. El enviado del Rey Saúl, al frente del ejército de Israel, esperó a que el gigante estuviera lo más cerca posible. Y una piedra lanzada por la mano certera del niño fue a incrustarse en mitad de la frente de la bestia, acabando con su vida. Estas son las historias que dan sentido a la vida de un hombre religioso como Hank Deerfield, un hombre que ve alteradas sus convicciones más profundas cuando asiste, impotente, a la desaparición de su hijo. Hasta ese justo momento, todos los valores de Hank Deerfield están a resguardo, en un mundo cotidiano donde todo parece encajar según el modelo previsto. Sin embargo, el cuento que nos narra Paul Haggis (la desaparición y posterior asesinato del hijo, Mike Deerfield (Jonathan Tucker), recién llegado del frente irakí), hará que todos los viejos valores y el viejo sentido de la vida de un hombre ya viejo se resquebrajen y quiebren. Las cosas, entenderá Hank Deerfield, ya no son lo que parecen. Y, si Vietnam fue su particular versión del infierno, la versión del infierno que ha padecido su hijo Mike, es decir, el fuego del infierno en las aceras de Faluya, en las calles de Bagdad o de Basora, ha creado un monstruo de proporciones inconmensurables. El maltratado cerebro del soldado, de su hijo Mike, no ha resistido el verdadero rostro de la guerra, cara a cara. Y el propio Mike, y sus propios compañeros de aventura, se han convertido, a su regreso a casa, en extraños monstruos derrotados, destrozados física, psíquica y moralmente. La historia, el cuento que nos narra Paul Haggis, no es nueva; es la historia del regreso a casa de algo que ha cambiado para siempre, después de ver y de compartir la muerte. Pero la película de Haggis se agradece. La película de Haggis es verosímil porque las cifras de la muerte, los cientos de padres y de madres estadounidenses que han tenido que enfrentarse a la evidencia de la pérdida de un hijo, en circunstancias similares a las de Mike (no hay que olvidar que la historia de Haggis está basada en un hecho real que el propio Haggis rescató de un ejemplar del Playboy, en un artículo escrito por Mark Boal titulado “Muerte y Deshonor”), o en el propio campo de batalla, no engañan a nadie. Es la versión de una guerra absurda desde el lado norteamericano, pero también nos deja imaginar el dolor de las gentes irakíes, del otro lado de la muerte. Y es el dolor de una madre, Joan, interpretada por Susan Sarandon, que refleja, en la escena que transcurre en el tanatorio, en toda su crudeza, ante los restos seccionados y calcinados de su hijo, el dolor imposible de una madre. La película de Haggis, además, se enfrenta a otros cuentos que nos cuentan a diario porque siguen convencidos (algunos, además, muy cerca de nosotros) que seguimos siendo tan sólo unos niños indefensos e inocentes. El cuento del candidato republicano John McCain, por ejemplo, después de ver el film de Haggis, resulta mucho menos soportable. Al sexto año del comienzo de la guerra, con más de 4.000 muertos a cuestas, y con las noticias que a diario nos llegan desde Irak, al candidato MacCain no le importa lo que otros digan. EE.UU., dice MacCain, convencido, está ganando en Irak, y eso es lo que importa. Como Haggis, al parecer, no piensa como MacCain, o al menos gusta de poner en imágenes, en bellas imágenes, duras y complejas interrogantes para que, al menos, la mente trabaje, nos encontramos ante dos versiones contradictorias de una misma historia, o con una curiosa inversión de la historia que puede comprobarse, incluso, en el tratamiento del cartel publicitario que se puede contemplar en ciertos lugares de los EE.UU., y el que podemos contemplar en España o en el resto de Europa. En el cartel americano se oculta una parte importante de la verdad de la película; no así en el cartel europeo. Pueden ustedes, si así lo desean, jugar al viejo juego de las diferencias. En el cartel europeo sí se observa cómo la bandera de los EE.UU., el emblema máximo de una comunidad, el símbolo intocable de una superpotencia, está izada del revés en su mástil, porque esto significan las banderas cuando se solicita auxilio en casos de emergencia, cuando la comunidad (moral) está en peligro, cuando algo no marcha bien del todo, o no funciona correctamente. Y nada ni nadie parece querer, o poder, remediarlo. Y todos caminan ignorando el aviso. Y todos parecen mirar hacia otra parte.
2 comentarios
Enrique -
YaSmInA -
Cuéntale un cuento a un niño, a la inocencia despierta de un niño, un cuento hermoso, para que venza al miedo, y sueñe con los angelitos, y pueda conciliar el sueño. Cuéntale un hermoso cuento
Bonita frase, pero te tomo la palabra, yo sigo teniendo algo de niña o por lo menos tengo inocencia y miedos. Nadie mejor que tu para contarme ese cuento, espero que algún día me lo escribas tu mismo, de tu puño y letra.
Nos vemos pronto.
Yasmina.